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Cordobeses en la historia

El eunuco que agrió el carácter de un emir y murió en su veneno

Nasr Abu l-Fath, nació en el arrabal de Shacunda, fue castrado por orden del emir Alhakem I y, como eunuco, alcanzó privilegios en la corte, donde murió víctima de su conspiración.

EN el 818 Alhakem I vio peligrar la seguridad del emirato e incluso su propia vida, en los sucesos del Arrabal. Entre las medidas que tomó, contra los habitantes andalusíes del actual Campo de la Verdad, estuvo la destrucción de sus casas y la expulsión de cerca de 15.000 cordobeses que recalaron en África y Egipto, de los que más de la mitad poblarían el barrio de Fez que todavía se llama de «los cordobeses». Prohibió también a sus descendientes volver a construir en aquel lado del río y ordenó la castración de algunos muchachos, pertenecientes a familias destacadas. Dice Ibn Hazm que uno de aquellos jóvenes fue Nasr Abu l-Fath, hijo del Samuel, un cristiano apóstata a favor del Islam proveniente de la feligresía de Carmona.

Como otros esclavos de igual destino, encontró cobijo en el harén. Entre las mujeres del palacio, los castrados eran el único referente masculino de los niños y confidentes de las madres, con la complacencia del sultán que hallaba en ellos la autoridad masculina sin los «peligros» de los atributos, desestimando ciertas prácticas sexuales, tan probables como las erecciones de quienes habían sido castrados parcialmente.

Nasr se convirtió en primer guardián del harén y entró en la corte de Abderramán II al subir este al trono, recién cumplidos los 26 años. El hijo de aquel «español, que ni siquiera hablaba árabe» -escribe Dozy- y «odiaba a los cristianos verdaderamente piadosos con todo el odio de un apóstata», concordó con el líder Yahya ben Yahya, un maliquí de origen berebere, tan ortodoxo como enemigo de la población cristiana. La destacada posición política, unida a los privilegios alcanzados en el harén, pronto le convirtieron en uno de los hombres más poderosos de la corte.

El lujo que respiraban las esposas y favoritas, fruto de los generosos regalos del apasionado Abderramán II, revertía en el eunuco que tempranamente alzó su palacio de recreo o almunia, a orillas de Guadalquivir, junto al cementerio del Arrabal, de donde fueron expulsados sus antepasados. Rodeada de olivos, la Munyat de Nasr, estaba poblada por asombrosas plantas; cercana al actual Puente del Arenal, se convirtió en recreo de los cordobeses distinguidos y su dueño fue partícipe del protocolo palaciego, introducido por el músico Ziryab, y de los grandes acontecimientos. Junto a otro fatá, Masrur, fue encargado de la ampliación de la Mezquita Aljama. Ambos nombres quedaron grabados en ella para la posteridad, borrándose luego el de Nasr al caer en desgracia y morir, arrojando las entrañas por la boca.

De su trágico fin, culpa El Memorial de los Santos de San Eulogio a su maldad para con el primer mártir de aquella etapa, el monje Perfecto, llevado ante su presencia por blasfemar públicamente contra Alá. Una vez condenado, Nasr eligió el día de la ruptura del ayuno y el lugar más concurrido de la fiesta, para darle muerte. Ese día, el monje vaticinó que aquel hombre «cuyo poder se extendía a toda Iberia» no llegaría a alegrarse con el castigo. Coincidiendo con la ejecución de Perfecto, se hundió una barcaza en el Guadalquivir, muriendo varias personas; San Eulogio culpó a la maldad del eunuco del suceso, pero Nasr lo utilizó para proponer un cambió de ubicación de aquella romería o fiesta, hacia al-Musara (cerca del actual Jardín Botánico) donde había más espacio y frondosidad, tanto para el esparcimiento cuanto para las necesidades fisiológicas. Dado que los cronistas recogen su opinión, tras el accidente en el Guadalquivir, en el día de la ruptura del ayuno, no debieron ser las maldiciones de Perfecto causa de su infortunio, sino su propia ambición y la de la favorita Tarub, madre del príncipe Adb Allah. La esclava, dotada de enorme belleza y de una astucia no menos excepcional, ansiaba el trono de Abderramán para su hijo, en detrimento del primogénito, Muhammad, a quien Nasr detestaba. El eunuco urdió envenenar al emir y, más tarde al príncipe, contando con al-Hasirrarisaga, médico del harén y primero de la saga originaria de Siria. Este preparó la pócima, a cambio del favor de Nasr y mil monedas de oro, pero avisó a una de las esclavas del peligro y esta se lo transmitió a Abderramán. Cuenta Dozy que un día de 881 se quejó ante el eunuco de su mala salud y Nasr le recomendó una medicina, comprometiéndose a llevársela para que la tomara en ayunas. Al día siguiente, el sultán miró la botella del veneno y ordenó al eunuco que bebiese su contenido. «Estupefacto, pero no osando desobedecer» tragó el veneno y empezó a mostrar prisa por marcharse, en tanto Abderramán se empeñaba en retenerlo. Cuando estuvo frente a al-Hasirrarisaga, el médico le recomendó leche de cabra, pero era demasiado tarde y la profecía de Perfecto se cumplió. El emir se volvió triste y desconfiado, a su muerte otros eunucos pusieron en el trono a Muhammad I y otro Adb Allah, nieto de Abderramán II, embelleció la almunia de Nasr y la convirtió en su lugar de reposo. El palacete fue objeto de inspiración de poetas, lugar de recibimiento de embajadas, predilección de califas, como Abderramán III, que se la legó a su hijo Alhakem II. Pero el nombre de Nasr se había disociado del bello palacio, conocido ya como de la Victoria. Los cronistas se ocuparon de nombrar a Adb Allah constructor de la Munyat, en un intento de borrar su memoria como se borró su nombre en las piedras de la antigua Aljama y las huellas de su casa en las guerras del siglo XI.

Fuente: El Día de Córdoba

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